sábado, 20 de septiembre de 2014

El doctor

 
Era un neurocirujano mayor, con una gran reputación merecidamente ganada, cuando aterricé en su consulta. Yo tenía un dolor terrible en una pierna, casi ni la movía, y mis anteriores diagnósticos eran: "ciática" y "hernia, hay que operar". Llegué con un susto de muerte (me aterran los análisis de sangre, como para no temer una operación de espalda). Por los síntomas,  solamente con lo que yo le decía, me sacó el miedo de encima: cogió un martillito, me golpeó en la rodilla, la pierna se disparó y sentenció: "bursitis, tranquila que no hay que operar".
Luego me  hicieron pruebas, radiografías, y todo confirmó lo que decía él: era una ruptura de algún tejido en la articulación de la cadera, que al liberarse forma pequeños cristales, clavándose en los músculos de la pierna. Es un proceso que cura solo, es cuestión de tiempo, pero algunas inyecciones y una crema ayudaron a que fuese más rápido y mucho menos doloroso.

Solamente por esto ya lo admiro. Pero es que hay más. Era un hombre sencillo y perdidamente enamorado de su mujer toda su vida. Compartieron toda una vida, construyeron su familia... Él la amaba tanto, que se le notaban, eso decían, cambios en el humor cuando su mujer enfermó de cáncer.
Poco después de morirse ella, se murió él. Ambos fueron afortunados de encontrarse en esta vida, que son dos días, y permanecer unidos de esa manera. Juntos a prueba de achaques, a prueba de vejez.

Como doctor y como persona, lo admiraré siempre.

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